Fue aquel verano, en verano fue aquella maravillosa historia que llenará de ilusión y orgullo a los niños, a todos los niños.
Y fue en una ciudad medieval, de hace por lo menos, mil años, de esas de las que aún hoy conservan sus murallas de piedra, altísimas, con torreones y almenas.
Y fue, en esas ciudades, dónde las calles son de piedras, de esas que las pisas y hacen daño al andar.
Y esas ciudades, con, todavía hoy, calles estrechas y sinuosas, en las que las casas están tan cerca, que puedes saber lo que hablan los vecinos a la hora de la cena y además, puedes oler lo que comerán, porque el olor de cada guiso se cuela por las ventanas.
Esas ciudades, que fueron diseñadas con amplias plazas, también de piedra, en las que se construían las mejores casas de la ciudad. Y esas casas, eran las de los principales señores del feudo.
Y allá, en lo más alto, dónde todos pudieran verlo y a salvo de enemigos, estaba el castillo, que era el centro de la vida social de la villa.
Como os digo, era en verano. También día de mercado y en la plaza de la villa, había puestos de verduras que los agricultores traían de sus huertos y tierras, dulces que los maestros panaderos elaboraban en sus maseras, junto con los panes que sólo se hacían una vez para todo el mes.
Había también carnes y embutidos típicos, hechos en cada casa, con las recetas de la antigüedad, hechos a mano.
Os pregutaréis si también había pescado. Pues no, no había pescado, más que la salazón de cada miércoles, que se arreglaba en invierno y servía de omega-3 para todo el año, pues en la ciudad en la que estamos, no había mar, simplemente un pequeño río, que daba truchas, al pescador que las supiese atrapar, con buenas artes.
Y además, en ese mercado estaban también, los enanos, los saltimbanquis, los bufones reales y los artistas: actores y actrices, que convenientemente vestidos contaban historias, a niños y mayores, de príncipes encantados y princesas durmientes mientras los niños de la villa correteaban sin cesar, gritando encantados por todo el mercado.
Y no faltaba de nada en aquel mercado, pues también había cuentacuentos.
Aquellos personajes que inventaban historias bonitas y atrayentes para niños y no tan niños, que dibujaban sonrisas y, a veces, carcajadas, en los visitantes del mercado, eso sí, si la chispa o ingenio del personaje cuentacuentos conseguían provocarlo.
Y además, sabéis quien estaban, …pues además estaban los cetreros, los pajes y cuidadores de las aves particulares del señor; las aves que el señor llevaba a sus cacerías, orgulloso de portarla en su puño, mientras cabalgaba a lomos de sus maravillosos caballos de raza andaluza.
Y sonaron los tambores y también sonaron los clarines que anunciaban la llegada de los cetreros, quienes a lomos de sus caballos de carga, alzaban en sus puños a los orgullosos halcones del señor, que llevaban la cabeza cubierta por sus caperuzas de cuero y a pesar de todo se sabían el centro de atención, y píaban sonoramente de camino al castillo del señor, sorprendiendo y dejando boquiabiertos a niños y mayores.
Todo el mundo en la plaza de la villa, se apartaba para dejar paso y observar de cerca las portentosas aves, ágiles después de todo el invierno entrenando, listas y prestas a cualquier ruido que les indicase que las palomas y las perdices empezaban a batir sus alas para levantar el vuelo, vuelo que los halcones no dejarían culminar, pues eran su presa natural, aunque cazando para el amo, no les correspondiese más que una pequeña piltrafilla de la captura.
Y los mejores cetreros del reino, después de su entrada triunfal en el recinto amurallado que rodeaba la ciudad, se dirigieron al castillo del gran señor, atravesando la concurrida plaza, con sus halcones encaperuzados en el puño, asidos por las pihuelas por sus portadores, dirigiéndose al centro mismo del castillo por la puerta grande, como los vencedores de una batalla.
Y una vez dentro, y desmontados de sus caballos, los sirvientes del señor, que les esperaban como a héroes, les acompañarían hacía las dependencias dónde se encontraba su gran admirador, y también compañero, y al que mostrarían los resultados del invernal entrenamiento.
Y entraron y vencieron, porque convencieron. No sólo con su presencia, cuidadosamente preparada, sino también con las exhibiciones acrobáticas de vuelo, en las que daban caza y mostraban como se mata una paloma en pleno vuelo, de un impacto en picado.
Fue apoteósico, y la plebe, que se había concentrado en los alrededores para ver la exhibición, se mostró enardecida por los envites de las aves que conocían el noble oficio y lo practicaban a la perfección.
Y el gran señor que lo vio desde su minarete, les hizo pasar.
-Pasad, pasad, por favor nobles maestros, quiero conoceros en persona y que me contéis de primera mano, vuestros progresos, pues tal era el aprecio que en aquella época se tenía al noble arte, aprecio que perdura en la actualidad.
Sorprendidos por la grandiosidad del edificio que les acogía, pasaron, acompañados por los criados, por las estancias de la entrada, dónde dejaron sus fardos que fueron dispuestos convenientemente por los criados, y se adentraron en el salón principal, sin abandonar en ningún momento los halcones que portaban en sus puños, a modo de identificación y salvoconducto.
Traspasaban estancias y estancias hasta que llegaron al salón principal, dónde el noble señor recibía cada jueves a sus cortesanos y cada sábado impartía justicia a sus súbditos.
Allí los cetreros, pudieron ver de cerca al señor. Sentado sobre un imponente sillón, de nobles maderas y cueros labrados, les indicaba con la mano que se acercaran, lo que presto hicieron.
Y les observó en su juventud, y les preguntó sobre todo lo que despertaba su curiosidad y sus dudas.
Quería saber si los halcones de la exhibición habían ya mudado la pluma, sus técnicas de entrenamiento mejoradas y las novedades de la exhibición que había tenido lugar, respecto a las que se practicarían en otros lugares o años anteriores, preguntas a las que los cetreros respondieron gustosa y abundantemente, tal era el apasionamiento que sentían por el tema, y la admiración que también sentían por su señor, intentando complacer e ilustrarle en todo momento.
Le convencieron y le dejaron satisfecho en todos sus planteamientos y cuestiones, a su señor, al gran señor.
En agradecimiento, les convidó a compartir su mesa, no ya en las cocinas con el resto de los sirvientes, sino en la mesa dónde se celebraban victorias, nuevos tratados o la anexión de nuevos territorios. Y aceptaron, no tanto por agradecimiento, sino por respeto, a quien tanto respeto demostraba por su actividad y su oficio.
Abundaban las viandas recién salidas del horno, procedentes de la cacería-exhibición de la tarde, junto con otras exquisiteces que los maestros cocineros se habían esmerado en preparar, para agradar…
Departieron y departieron, comieron y bebieron, y sobre todo, rieron y disfrutaron. Tan buena fue la velada y tanta complicidad hubo entre ellos, que les convidó, también, a pasar la noche en su noble y amplia residencia.
En cuanto lo propuso, se miraron unos a otros y con una sonrisa franca, empezaron a mostrar gestos de asentimiento, aceptando abiertamente, a través de su portavoz, quien se dirigió, con una humilde reverencia, al señor, para comunicárselo.
Para los cetreros fue el mejor regalo de agradecimiento.
Las damas se retiraron primero, a los aposentos femeninos.
Los señores, que se quedaron en la sala aneja al comedor, bebiendo nuevos caldos, seguían departiendo y tardarían en retirarse, ya casi agotados.
Las damas, a medida que avanzaban por los anchos pasillos, notaban crecer el embrujo del entorno. Los cortinajes que en verano servían de puertas, se mecían suavemente con la ligera brisa de la noche. Despacio, fueron aposentándose en sus estancias, donde encontraron acomodo, poco a poco. Algunas se vistieron sus etéreas galas de noche, con las que parecían auténticas hadas encantadoras.
Los señores, bebían y fumaban al son de una cálida conversación. Conversación que el tiempo, el trato y el vino dulce consiguió igualar, departiendo al mismo nivel nobles y villanos, cual si de un mismo origen procediesen.
Empezó a sonar una música, así de fondo. Ellos que en un primer momento apenas la oyeron, empezaron poco a poco a prestar atención.
Para las damas, menos embriagadas por conversaciones, vinos y licores, fue como una llamada que debían seguir hasta encontrar su origen. Les pareció la música más bella del mundo y aquello les cautivó.
¿Sería magia?
Algunas se adelantaron guiadas por la curiosidad, no se sabe muy bien hacia adonde.
El fin de esta historia queda a la imaginación de cada uno. El caso es que de aquella historia de mercados y aves, surgió para muchos, la película más bella del mundo. Cada uno que elija la suya.
Besossss. Buenas nochessss. Hasta mañana.
Ágata Piernas