PICNIC, RISAS Y PERROS.-

 

PICNIC, RISAS Y PERROS.-

 

Si viviéramos en otra era en la que la tecnología no presidiera nuestras vidas con los smartphones y demás artefactos, probablemente habríamos tenido que recurrir a las señales de humo. En el campo y con escasa cobertura para llamar, no hubiera quedado otro remedio, dadas las circunstancias concurrentes.

Pero en la jornada de ayer, además de ayudarnos, nos confundieron. Haber quedado dos veces en lugares diferentes, hizo que el grupo se disgregara y la anfitriona tuviera que venir al rescate de los rezagados, que no fueron pocos, entre los que me incluyo.

Personalmente, pasé tres veces, y no es un decir, por el inicial punto de encuentro, sin    atisbar a nadie conocido y, guiada por indicaciones virtuales, acabé en un cerro demasiado alto en el que me pareció imposible que allí hubiera río. Y vuelta a bajar hasta la presa del Pontón de la Oliva, hasta que a la tercera vez, veo a Coral en lo alto de la presa, no haciendo señales de humo precisamente, sino agitando los brazos enérgicamente como si acabara de ver al mismisimo cantante, que apareciendo en el escenario para dar un concierto y al que quiere saludar y hacersele visible (dicho sea esto último con el permiso de su novio Curro).

El caso es que empezamos la velada con bastante retraso respecto a la hora inicial prevista. Lo que sucedió después compensó y nos hizo olvidar la inoportuna incomodidad de esta anécdota, consiguiendo que la jornada mereciese mucho la pena.

Y tras un breve trayecto, perfectamente delineado, alcanzamos el lugar en el que ya estaba todo dispuesto para el disfrute de  humanos y perros.

No faltaba detalle: mesa, platos, cubiertos, vasos, servilletas de papel monísimas, cubitos de hielo para mantener fríos los refrescos y cerveza, y hasta aperitivo. Todo perfecto.

El paraje era de ensueño; al fondo un cortado vertical en la roca, el río Lozoya, todavía riachuelo, sombra de abedules y hierba verde alta. Un enorme árbol nos sirvió de cobijo para un sol, que a las doce de la mañana ya comenzaba a hacer estragos. Tras aplicarnos nuestra proteción y una vez calados los gorros, empezaron los juegos.

Cubos de agua llenos para, mediante esponjas, trasvasar su contenido a cubos vacíos, situados al final de la fila de gente sentada en paralelo que competía por hacerlo más rápido. Muchas risas, sobre todo con el mal perder del otro equipo, que quiso repetir la prueba para demostrar su valía y buen hacer. Premios para todos al final y creo que merecidos, sobre todo porque sus destinatarios eran nuestros amigos peludos.El típico juego de la cuerda, esta vez con amenaza de caer al río si se tensaba demasiado y se pedía el equilibrio. Sólo nos mojamos hasta las rodillas, pero de nuevo ganadores. Otro premio, y chuches para los nuestros perretes que hicieron de espectadores.

Enseguida a comer. Deliciosa comida compuesta de empanadas de hojaldre y pan, y un quiche de queso, aptos para los mejores, hambrientos y exigentes paladares. El postre para mencionar también: deliciosa tarta San Marcos con nata y trufa, que hicieron gozar a los más golosos. Esta vez la anfitriona, no tuvo que esforzarse en la cocina, pero todo resultó igualmente sabroso.

Anécdotas perrunas contadas por algunos de los asistentes, en un improvisado anfiteatro a la ladera del monte, hicieron muy amena y llevadera la sobremesa sin siesta, para  después seguir con más juegos, esta vez en la modalidad de carreras de sacos con perro al lado y también demostraciones de obediencia, en la que todos aprobamos y para agradecerlo, unas camisetas ideales de Trips&dogs, que se    repartieron entre los participantes.

Desde la explanada, los canes nos observaban con atención e investigaban a su aire por doquier, hasta dar con el preciado trofeo: un enorme hueso, de no se qué animal

mamífero que se rifaron entre ellos. Hasta que la velada, tras haber reconfortado los espíritus de los asitentes, finalizó por acuerdo de la mayoría.

Con nuestros bártulos al hombro, regresamos hasta los coches, por un camino cómodo, que finalizaba en la concurrida presa.

Un pequeño tentempié, en el bar del soto, para iniciar la vuelta a casa con nuestros perretes agotados y todavía mojados.

Feliz jornada, vivida con compañerismo, cordialidad y algún abrazo, tántrico ¡eso si!,

y gran disfrute prerruno y humano entre muchas risas y ladridos.

 

 

Ágata Piernas

 

En Madrid, a 21 de Mayo de 2017.

 

 

PASAMOS POR QUIJORNA

 

PASAMOS POR QUIJORNA.-

 

Con unas predicciones inmejorables, sin atisbo de nubes, pero con restos de las pasadas lluvias a modo de charcos, que alguno de nuestros peludos aprovechó para refrescarse, iniciamos una nueva ruta de senderismo perruno.

El nuevo guía, que nos aportó tranquilidad a lo largo de todo el trayecto, conocimientos históricos y explicaciones del entorno para comprender mejor la naturaleza, nos adentramos en la cañada segoviana, que se inicia a las afueras del pueblo de Quijorna, en Madrid, para, a lo largo de una ruta circular, volver al mismo punto, no sin antes visitar antigüos hornos de cal, trincheras y refugios, todos ellos vestigios de un pasado histórico, que aunque ya enterrado, aún nos causa rubor a pesar de que nuestro presente no se explique sin él.

Nuestra insustituible anfitriona, algunos conocidos y gente nueva también, cada uno con su respectivo perrete.

Todo pensado para el disfrute de todos, casi, casi, se consiguió. Lo del casi, dicho sea sin afán de desmerecer a nadie, lo explico luego.

No faltó el típico descanso para reponer fuerzas a la sombra de una milenaria encina, que a modo de tendejón nos arropó con su copa a la hora del almuerzo, pero que, al menos en un principio, tuvimos que compartir con las incomodas moscas que la habitaban, quienes ante la presencia y el ruido humano y canino, huyeron dejándonos en exclusiva la gran sombra, para goce y disfrute de todos los presentes, que acomodados en piedras, que parecían puestas para la ocasión a modo de sillas, dieron buena cuenta de sus provisiones y bebidas. El campo y la ley del más fuerte en la naturaleza, es lo que tiene.

Las rodillas exigentes, y había varias, sufrieron lo justo. No tanto en las subidas, muy asequibles y que con la ayuda de los bastones, fueron pan comido, pero sí en las bajadas, en las que a pesar de los apoyos, se iba repitiendo mentalmente las vicisitudes de la batalla de Brunete, ocurrida en aquellos parajes y que el guía nos había relatada hacía poco, para evitar pensar en el desnivel.

Buena compañía en fin y buen rollo también al final de la ruta, al llegar a Quijorna, donde el grupo en su integridad se aposentó en la terraza del bar para, en su mayoría, tomar refrescos azucarados con los que combatir las agujetas, que al menos en el caso de la que relata, brillaron por su ausencia.

No faltó la presencia del alcalde, de nombre Florentino, que se nos unió en amena charla para saludarnos, decirnos que volviéramos y también presentarnos su producto estrella: los garbanzos de Quijorna que iniciaban su andadura en la dura batalla de la comercialización, pero que a juicio de muchos, la vencerían al igual que la de Brunete, por sus excelentes características y exquisito paladar.

Hasta aquí todo perfecto, incluso la despedida, que nos dejó con regustillo tristón a pesar de besos y abrazos, debido a la incertidumbre de cuando se producirían nuevos encuentros, sino fuera por…

Si no fuera porque a la llegada a los respectivos hogares, fueron apareciendo, uno a uno, en el chat de la excursión, aparte de las fotos del evento, el número de huéspedes extra que cada uno de nuestros perretes traía consigo. ¿Qué huéspedes? Pues las inoportunas garrapatas, de las que este año y en cualquiera de los parajes de campo que visitemos, estamos sobraos. Tres!, limpio!, dos! Los antiparasitarios, este año tendrán que ser los mejores y si pueden ser a módico precio, mejor que mejor.

¡ Es lo que, además, tiene el campo en primavera!

 

En Madrid, a 17 de Mayo de 2017.