Fue ayer tarde y sin esperarlo.
Se trataba de conseguir encender el fuego de la chimenea al atardecer, y tras el intento de recoger algunas ramas secas en el monte o en el rio sin éxito, al rebuscar en la leñera de la casa, aparecieron tablas con las que hacer astillas.
Renuncié a la posibilidad de hacerlo por mi misma, ya que había que usar un hacha y no soy hábil con ese instrumento. Pero a la tarde, con un hombre ya en casa, la situación cambió.
Sacó el hacha, puso un tocho de madera en el suelo, y con dedicación y paciencia, empezó a rajar las tablillas de arriba a bajo, introduciendo el hacha por la parte de arriba y golpeando contra el suelo para que se rajara hasta abajo. Luego con un golpe seco del pie, las astillas alargadas se conseguían acortar, para así, adaptarlas al hueco de la chimenea y hacer brasa que consiguiese encender troncos más gruesos.
El ruido, ese golpear de las tablas sobre el suelo. El chasquido de las tablas de madera seca al rajarse y quebrarse. Me despertó los sentidos y la memoria.
Un buen montón de astillas secas se hicieron en un momento. Y al recogerlas y colocarlas en un lugar accesible y resguardado, fuera de lluvias y humedades, sucedió.
Fue el olor. El olor de aquellas astillas recién hechas, que no era sólo a leña, a madera seca, sino a ese olor entre dulzón y áspero, lo que me invadió y trajo a la memoria de adulta a mi abuelo paterno, el único que conocí. El abuelo Pedro, en cuya compañía, de niña, pasaba en atardeceres tardoveraniegos largos ratos, mirándole hacer astillas en el patio de su casa. Y aquel olor, exactamente el mismo, inundaba mi memoria, para traerme a la cabeza su presencia, que hacía algunos días no recordaba.
Ágata Piernas
11/09/2020